Mauricio Ortiz. Texto leído en la presentación del libro La Serpiente Roja

   El 25 de abril de 1867, es decir hace ya casi siglo y medio, se abrió al público el Museo Dermatológico del Hospital Saint-Louis, en París, pionero entre los museos de su tipo. Además de las primeras fotografías dermatológicas, realizadas el año anterior por Hardy y Montmeja —unas fotografías extraordinarias en blanco y negro coloreadas a mano—, se exhibieron en esa ocasión dos colecciones de acuarelas, desde luego también de enfermedades cutáneas: la colección realizada por Ernest Bazin y la que pintó Alphonse Devergie, médicos adscritos al servicio de dermatología del Saint-Louis y acérrimos contrincantes en el debate sobre el origen de las enfermedades de la piel. Hombre de su época, y de todos modos adelantándose a la consolidación de la teoría microbiana de las enfermedades, Bazin sugirió un origen parasitario a las enfermedades cutáneas. Devergie puso el grito en el cielo.
   Una década antes, Devergie había dado la primera descripción completa de una nueva enfermedad: “Pityriasis pilaris, maladie de peau non décrite par les dermatologistes”, publicada en 1856 en la Gazette Hebdomadaire de Medecine et de Chirurgie. Se trataba, sí, de una pitiriasis, es decir de una descamación profusa de la piel, pero acompañada de tres signos particulares: hiperqueratosis palmo-plantar, pápulas foliculares y manchas rojo anaranjadas diseminadas por todo el cuerpo, con tendencia a confluir, de modo que al paso del tiempo solamente quedaban pequeñas islas de piel normal.
   Si la historia médica le daría en ciertos casos la razón a Bazin: muchas enfermedades de la piel son producidas por microorganismos, hoy sabemos que Devergie también tenía razón y que otras muchas patologías cutáneas se deben a otras causas. En particular, a la pitiriasis rubra pilaris —como se fijó el nombre oficial de la enfermedad antes de que terminara el siglo XIX— a la fecha no se le encuentra más causa que un vago origen autoinmune. Es de justicia entonces que también se le conozca como Enfermedad de Devergie.
Independientemente de la por demás fructífera disputa entre Bazin y Devergie, lo cierto es que sus acuarelas son la piedra fundacional de una disciplina que hoy se encuentra en el centro de toda práctica médica: la imagenología de la enfermedad. Es natural que la piel fuera el primer territorio de esta lid: es la superficie del cuerpo, lo que está más a la vista.
Sostengo que con la obra que ha hecho para La serpiente roja y, repito, a casi siglo y medio de distancia, Límenes marca un hito tan trascendente como aquél: las primeras imágenes de la pitiriasis rubra pilaris surgidas ya no desde la objetivación profesional sino desde dentro mismo de la enfermedad.
   “No hay duda —escriben con acierto Julio Frenk y Octavio Gómez Dantés en una de las presentaciones del libro— de que hay una clara diferencia entre lo que el médico percibe y lo que el paciente experimenta. Por eso Arthur Kleinman distingue la ‘enfermedad’ (disease) del ‘padecimiento’ (illness). Para él la enfermedad es la experiencia vista desde la perspectiva del médico, que tradicionalmente implica sólo una alteración de la estructura o el funcionamiento biológico. En contraste, el padecimiento comprende toda la gama de síntomas y sufrimientos que acompañan al paciente, a su familia y a su red social, y la manera en que responden a ellos.”
Si Devergie describió y pintó por vez primera la enfermedad pitiriasis rubra pilaris, tuvimos que esperar a Marcos Límenes para que describiera y pintara el padecimiento del mismo nombre.
Y aquí mismo, en la brecha —el abismo— que separa la enfermedad del padecimiento, se encuentra la clave de este libro. Está compuesto por un texto largo, introductorio, y tres grandes capítulos: pitiriasis, rubra y pilaris. Los tres capítulos están compuestos en conjunto por un total de 14 pequeños textos intercalados entre 54 piezas visuales, que van del lápiz de color en el primer capítulo, al gouache en el segundo y a la tinta china coloreada a veces con acuarela en el tercero. Las piezas visuales son magníficas. Los textos también.
   Pero, ¿qué es este libro?
No es un libro de arte, aunque su autor es un finísimo artista visual y sus páginas están llenas de un arte muy depurado. No es un libro de literatura, aunque la literatura que alberga es buena literatura, literatura de veras. No es un libro de medicina, aunque su tema es eminentemente médico. Y no es, tampoco, un libro testimonial, aunque contiene un testimonio crudo, honesto, brutalmente conmovedor.
   ¿Qué es, entonces, este libro?
Me aventuro: es un libro mítico.
La colección Cuadernos de Quirón nació, sin haberlo previsto, con un sólido mito en sus entrañas. Por principio de cuentas su metáfora tutelar, Quirón, es una figura mitológica: un centauro. La solapa derecha del libro lo describe: “Quirón, el más justo y sabio de los centauros, es una figura bivalente no sólo por su condición dual de hombre y caballo. Maestro de los mayores héroes clásicos —entre ellos Aquiles, el más célebre de todos— en las destrezas cinegéticas y guerreras, en la música y el canto, en los métodos del razonamiento y la entereza, Quirón destaca además por sus conocimientos médicos y quirúrgicos: el mismo Asclepio, otro de los patronos de la medicina griega, le debe su adiestramiento en el arte y la ciencia de curar enfermedades. Y Quirón es también el enfermo. Hércules lo hiere por accidente con una flecha envenenada, y la herida no cierra nunca. La inflamación, la hemorragia, la supuración y el dolor no son ajenos a este cuerpo fantástico, a este paciente de sí mismo que termina renunciando a la inmortalidad como último recurso para librarse del mal incurable que lo aqueja. Al morir, Zeus lo coloca en el firmamento como la constelación de Sagitario.”
   La voz del médico y la voz del enfermo, juntas en un mismo cuerpo editorial: qué mejor figura para amarrarlas que la compleja divalencia del ilustre centauro. Pero más allá de su metáfora tutelar y como habiéndola conjurado, en la propia idea de la colección, y más aún en los problemas que ha acarreado su puesta en práctica, hay algo así como una ausencia que no he atinado a comprender. Pasan cosas extrañas cuando se explora una frontera así, por definición infranqueable: no hay un continuo entre médico y enfermo, ni siquiera cuando médico y enfermo coinciden en la misma persona, en el mismo cuerpo: no hay un continuo que permita transitar sin accidente de la enfermedad al padecimiento. Y ha ocurrido que al imponer a los autores las reglas de este juego, espontáneamente se sitúan en esa tierra de nadie, en esa ausencia intermedia. El médico abandona su postura de médico, así sea para hablar de su profesión y especialidad, y el enfermo abandona su posición de enfermo, así sea para hablar de la enfermedad que lo aqueja. Surge un yo que me gusta llamar “quirónico”, que veo surgir poderosamente en las obras realizadas y que se sitúa… se sitúa… ¿exactamente dónde?
   Una respuesta posible, que me ha hecho ver el trabajo de Límenes, es la que he esbozado: se sitúa, tal cual, en el plano mítico.
   No es éste el lugar para discurrir sobre la enorme importancia del mito en el proceso civilizatorio. No lo es tampoco para adentrarnos en la semiología del mito. Mucho menos para apurar una mitología superficial que dé cuenta de lo que ocurre dentro de La serpiente roja. Sólo diré que el mito es una “forma” del habla. La forma que permite transmutar una sustancia, cualquier sustancia, en espíritu. Ésa es la función del mito y su universalidad: en él se funden, como sin notarlo, el espíritu de los tiempos, el espíritu de una cultura y un lugar, el espíritu del hombre y sólo marginalmente, acaso, el espíritu del individuo.
   En la página 31, en una de las frases más logradas del libro, Límenes escribe: “El sordo no oye, el ciego no ve. Yo he dejado de tocar el mundo.” No ha dejado de estar en el mundo, ha dejado de tocarlo: se encuentra situado, no en el plano físico que le permitiría hacerlo, sino en el plano mítico, en el puro espíritu.
   El héroe mítico así establecido, insomne, rojo y sufriente, se enfrenta a lápiz de color y a palabrazo limpio con los demonios que lo acosan, los fantasmas, el exterminio: es decir los poderes ocultos del abismo que se abre entre la enfermedad y el padecimiento: capítulo uno. Y, blandiendo ahora el pincel y el color, sin olvidar las palabras, desciende a los infiernos: la nekya de los mitos clásicos: capítulo dos. En el capítulo tres vemos al héroe salir airoso de la epopeya: la línea a tinta, los colores tenues, el descanso, restañar las heridas.
   Con un arte mayor, una literatura sólida, una medicina escéptica y un duro testimonio, en La serpiente roja Límenes ha logrado transmutar la sustancia del cuerpo enfermo en puro espíritu padeciente. Y éste no es un logro pequeño.
   Al comienzo del Canto XXXI del Infierno, Dante dice:

La misma lengua me mordió primero,
haciéndome teñir las dos mejillas,
y después me aplicó la medicina:

así escuché que solía la lanza
de Aquiles y su padre ser causante
primero de dolor, después de alivio

   Es la lanza de Peleo, que sólo él y su hijo Aquiles eran capaces de levantar. Es curioso constatar que Peleo se relaciona con Quirón al menos en que son vecinos: habitan las mismas tierras de la Tesalia, al norte del mundo griego, y los empareja también una divalencia: porque sí, se trata de una lanza que al primer embate hiere, y al segundo cura.
Por más descreído que sea de esas fórmulas fáciles que adjudican a la literatura y al arte en general un cierto poder curativo, en este caso no puedo evitar la tentación de sentir que este libro de Marcos Límenes es como un segundo golpe de la lanza de Peleo. ¿Habrá habido en el plano mítico un primer lanzazo que desconocemos y que se manifestó en el plano físico con esta enfermedad de nombre complicado descrita por Devergie a mediados del siglo XIX? Lo que puedo decir es que cuando, después de tres años de trabajo intenso, logramos presentar La serpiente roja, Marcos estaba mucho mejor.