ANTES Y DESPUÉS DE LA BATALLA Francisco Segovia

Antes y después de la batalla ~


     1.
Muchas veces, mirando algún cuadro de Marcos Límenes, he tenido la impresión de estar —no ante un instante arrancado al tiempo sino— frente un momento inserto en la historia a la que en efecto pertenece, pero destacado de algún modo, como un trozo de tiempo que resalta en medio de la vasta eternidad. La sensación es extraña porque sugiere que Límenes tiene frente a sí la larga muralla blanca del tiempo y no pinta nada en ella, no le añade nada. Simplemente le cuelga en medio un cuadro vacío, un marco sin lienzo, para recortar un trozo de blancura. Esto contiene nuestra vista y nos permite fijarla en un lugar concreto. Antes no podíamos hacer esto, pues nuestra mirada se ahogaba en la inmensidad de la blancura sin hallar un borde al que aferrarse... Pero ahora podemos enfocar la mirada y comprendemos que la blancura no nos parecía neutra y vacía por ser blanca sino por no tener orillas, por no ofrecernos un asidero... Aunque sigue siendo cierto que el pintor aún no toma sus pinceles, la mera intromisión del cuadro a medio muro nos deja ver que el trozo de blancura, a cambio de perder extensión, ha ganado hondura. Es un blanco profundo... 
     En esta profundidad —como en todas— hay algo que se hurta; algo que no alcanzamos a distinguir con claridad y que parece moverse ahí, como un agua que pasa su tenue velo blanco ­—o que acumula su sombra inmaterial— sobre no sabemos qué… El cuadro es un agua honda que nos deja entrever un fondo oscuro —oscurecido acaso por la acumulación de sus velos trasparentes—; o es un agua somera en cuya superficie adivinamos una imagen más blanca aún que la blancura misma —transparente... ¡Eso! ¡Eso era! Lo que Límenes quería mostrarnos no era en realidad ni la negra hondura ni la blanca superficie sino la transparencia, esa suerte de epitelio sutil que nimba todo lo que es tocado por la luz... Pero es difícil mostrar la transparencia. Sobre todo si uno no quiere ponerla en evidencia; es decir, si uno no quiere denunciarla. Porque toda denuncia se hace enturbiando el agua. Y no, no es eso lo que quiere Límenes —ni enturbiar el agua ni, mucho menos, detener su curso— sino mostrarnos que lo que corre por el cauce de su río es la transparencia. Y quiere mostrárnosla corriendo... Por eso no nos pone ante los ojos un tiempo detenido sino el tiempo en curso... Más que darnos a ver las cosas en el tiempo, nos da a ver el tiempo en las cosas... 

El tiempo en las cosas... O, mejor dicho, nuestra mirada en ellas, pues esa transparencia que anda entre las cosas, que las circunda, las cubre y las hace visibles, es nuestra mirada. Es en ella donde las cosas se mueven. No porque la mirada las toque y ejerza sobre ellas una presión o una fuerza sino porque las cosas mismas, al sentirse miradas, corren a ocultarse con pudor tras bambalinas, o a exhibirse con descaro bajo los reflectores del proscenio (a veces, es verdad, hacen algo intermedio: se quedan quietas, paralizadas, presas de un terror escénico). Pero, ya sea que se oculten o se muestren, el caso es que lo hacen como respuesta a nosotros, que las vemos... Las cosas responden a nuestra mirada. Le hacen frente. Le dan respuesta... Sienten el curso de nuestra mirada, siempre de algún modo inquisitivo, y deciden mostrarse abiertamente, o con reticencias, o no mostrarse en absoluto. Pero, visibles o no, sabemos que están ahí, bajo la transparencia, pues, aun ocultándose, responden... 

Muchas veces, mirando algún cuadro de Marcos Límenes, he tenido la impresión de que hay algo en él que no ha querido salir a escena y se ha escondido entre los pliegues de la transparencia, o bajo una gruesa masa de pintura. Ese algo que no aparece está sin embargo ahí, hurtándose a los ojos, hurtándonos su cuerpo. No lo vemos, pero de algún modo está... Límenes a menudo nos señala esta ausencia mediante un símbolo, como si sólo los símbolos pudieran señalar el misterio de aquello que, estando ausente, está... Los ojos lo buscan en el cuadro... Sienten que falta, que se ha ausentado… No, el de Marcos Límenes no es un espacio vacío sino un espacio vacante… Lo que debiera estar ahí, no está; quien estuvo aquí, se ha ido…

     2.
Ahora, leyendo Antes de la batalla, tengo la misma sensación. Pero esta vez Límenes ha tomado entre sus manos el espacio vacante para colocarlo en el centro de un relato. Acaso sin mucha conciencia de ello, sin saber que es la misma que se adivina en sus cuadros, ha convertido la ausencia en el tema de una narración hecha por escrito en un libro. ¡Y qué libro! No uno en el que un pintor barrunta como puede sus ideas sobre el arte sino uno donde un escritor hecho y derecho toma entre sus manos una historia que parecía estar simplemente ahí, frente a sus ojos, esperando que alguien la contara (o, por ponerlo en los términos que hubiera usado un pintor de antes: esperando que alguien la tomara del natural). Esto no es poca cosa, pero resulta especialmente sorprendente por inesperado: He aquí un pintor que es un escritor nato. No un teórico de la pintura, ni un artista que rinde testimonio de su época y su arte, no: un escritor con todas las barbas, un escritor de literatura.
     Porque Límenes no nos dice en su libro qué busca cuando pinta sino que se pone a buscarlo escribiendo (aunque acaso él mismo no lo sepa). Es cierto, sí, que hay dibujos en su libro, pero no están ahí para ilustrar su relato sino que son otra manera del relato. Del mismo modo, su literatura no sirve para ilustrar su pintura: la continúa. En su caso, lo que une ambas cosas (literatura y pintura) es que ambas cosas son en cierto modo lo mismo —y ya se entiende que lo mismo no puede estar en relación de dependencia con lo mismo. No, Límenes no dibuja lo que cuenta ni cuenta lo que dibuja. No superpone una segunda mirada —una mirada ilustradora— a su primera mirada. Lo que hace es mirar dos veces: una como escritor, la otra como pintor. Y no es pertinente preguntarse aquí cuál de esas dos miradas es la primera, pues ambas son independientes entre sí y ninguna pretende tener primacía sobre la otra. Para todo efecto práctico, las dos miradas son simultáneas —y apuesto que también lo son para cualquier otro efecto, aunque no sea práctico, pues ambas son miradas que aparecen ante nosotros como realizaciones de la imaginación...
     Límenes imagina —hace imágenes— con líneas… con palabras…

     3.
El primer capítulo de Antes de la batalla describe la primera escena de una película de Mijalis Cacoyannis: Ifigenia. En ella, los soldados argivos se cuecen bajo el sol en espera de que un viento favorable les permita navegar a Troya a hacer su guerra. Su rey, Agamenón, está a punto de sacrificar a Ifigenia, su hija, para propiciar a los dioses. Este preludio al pecado y la tragedia resulta eterno bajo los rayos del sol, que caen a plomo sobre una multitud inmóvil. Ni siquiera hay palabras entre los soldados: el calor los abruma, los derrite, los aísla. Cada quien busca hacerse sombra con el cuerpo, y se enconcha… Esto es Homero —o, mejor dicho, Sófocles— en la versión de Cacoyannis. Pero a Límenes no sólo le interesa esto que pasa en el relato sino cómo está pasando, cómo se ha hecho pasar. Su relato busca la intimidad de lo que ocurre en su presencia. Cuenta cómo se cuecen bajo el sol —no ya los argivos sino— los extras que los representan en la escena del cineasta. Límenes describe a Cacoyannis recreando la escena de Sófocles, que a su vez recrea la de Homero. Por eso la escena no aparece ante nosotros como un simple acto de su imaginación. Límenes dice expresamente que está en Creta y asiste de bulto a la filmación de la escena en que los soldados se derriten. Está pues presente en el lugar de los hechos. Sólo que esos hechos son el mismo que contaron Homero y Sófocles… Límenes está “hoy, aquí”, contándonos su viaje a Grecia; y está en el “hoy, aquí” de la película, como está en el “hoy, aquí” del momento en que los argivos esperan una brisa de viento. Para su relato, “Hoy, aquí, ahora” tiene la dimensión de los milenios… Es un trozo de la muralla blanca, enmarcado por el relato. Un trozo, como dijimos antes, de un blanco profundo…

Es esta hondura del tiempo —no su extensión— lo que busca Límenes. Una hondura un poco más concreta, pero también más misteriosa, que la que yo retrato aquí en vana prosa explicativa. No, su viaje a Creta no es tan abstracto como yo lo pinto aquí, pero tampoco es una mera excursión turística. Forma parte de un periplo por Grecia —al que se añade la memoria de recorridos anteriores por España y América—, y pasa también por Rusia, Ucrania, Europa central y otros lugares donde Límenes, por cierto, nunca ha puesto el pie. Todos estos lugares puntúan la trashumancia de la familia Límenes por el mundo, la continua mudanza de lenguas y, con ella, de la forma en que escribe y pronuncia su apellido… Si Límenes asiste al principio de la historia (la Guerra de Troya) es porque va a Creta en busca de su historia familiar… ¿Comienza el rastro de ésta con la expulsión de los judíos de la España de los Reyes Católicos, donde quizás su apellido era Jiménez —o, más bien, Ximénez?... Aunque la historia de la migración de los sefaradíes lo permitiría, me temo la historia de la lengua no lo avalaría. A menos, claro, que los Límenes hubiesen tenido que fingirse “católicos” antes de abandonar España y —más que cambiar la equis por ele, la ese por zeta y el acento esdrújulo por uno grave­—hubiesen cambiado de plano de apellido... ¿Fueron de España a Grecia, Turquía, Europa central, Rusia, luego de vuelta a Europa y finalmente a América? Si siguieron las corrientes principales de las migraciones judías a lo largo de los últimos cinco siglos, es probable que sí... Por eso Marcos Límenes está en Creta —punto intermedio de ese periplo ancestral por Europa y Asia—; está en Creta, digo, donde hay un puerto llamado Kali Límenes; es decir, Puerto Bello, pues límenes significa 'puerto' en griego. ¿Fue allí, entonces, donde la familia empezó a usar este apellido? ¿O más bien entre los limoneros de Rusia, pues en ruso limen significa ‘limón’? Nadie lo sabe. Y Marcos sólo especula. En cualquier caso, Creta no es sino una desviación de su viaje principal, que es a Tesalónica, esa región del norte de Grecia que cobijó y aún cobija una considerable población sefaradí —como se ve en otro libro relativamente reciente que también empieza en México y llega a Grecia en busca de una historia migratoria: Tela de sevoya, de Myriam Moscona... Ambos viajes se hacen en busca de las raíces.

No puedo dejar de recordar aquí aquella frase malévola e ingeniosa con que José Bergamín fustigaba un tópico de su tiempo (la manía por los orígenes, por la ur-cultura, la ur-lengua, etc.). La frase decía más o menos: “Andar en busca de las raíces no es sino una manera subterránea de andarse por las ramas”... Eso, claro, está muy mal si uno quiere escribir un libro de arqueología, de historia, de antropología, o algo así, pero quizá no sea tan grave si lo que uno quiere es escribir un libro de literatura, donde no sólo no es pecado sino que hasta puede ser una virtud andarse por las ramas. Y eso es justo lo que hace Límenes. Lo mejor de su libro no está en los hechos certificados que buscaría el historiador sino en las especulaciones del escritor, en la forma en que imagina lo posible, aun cuando lo posible tenga el rostro del cliché… O sobre todo cuando tiene el rostro del cliché, el rostro del emblema, del símbolo. Porque Límenes sabe, por ejemplo, que la descripción que él hace de la vida que lleva un tendero judío en su trastienda de Tesalónica no podría diferir mucho de la que haría si su personaje viviera en Varsovia o Kiev, pues esa vida forma parte de un arquetipo. Esto no lo desanima en absoluto. Al contrario. Después de todo, los arquetipos son entramados sólidos sobre los que puede montarse casi cualquier historia, con tal de que su capacidad expresiva no se desperdicie en boberías. Y Límenes no la desperdicia. Él echa mano del cliché del tendero judío como si se tratara de un ready-made; es decir, para exprimirle todo el jugo interpretativo a lo que se ofrece de golpe, ya entero y acabado, y así transmitirnos con apenas unos cuantos trazos el ambiente completo donde su personaje vive y respira. No sé si me explico. Quizá debiera decir que este procedimiento recuerda —más que un ready-made— el modo en que un pintor prepara la perspectiva que usará en un cuadro: líneas geométricas, blancas, trazadas a regla vil, pero que al final se borrarán para dejar que en el lienzo encarne una escena inolvidable. Lo mismo ocurre aquí: el cliché es sólo el esqueleto que sustenta —más que una carne— una encarnación...
     No faltará quien tilde todo esto de poca cosa, pero a mí me parece extraordinario que un pintor mexicano logre que las páginas que escribe huelan a... no sé, a lo mismo que huele la judería de Praga en El golem de Gustav Meyrink. No cualquiera hace esto; ni siquiera un escritor bien cebado. Y menos aún si no vive en Praga, ni en Tesalónica, ni en Kiev, sino en Cuernavaca... Tampoco faltará quien diga que la facilidad para aprovechar el cliché se debe a que Límenes se ha bebido hasta las heces la ancha copa de la tradición que le ha servido su familia. Como se adivinará por lo que llevo dicho, yo no desmentiré tal afirmación, donde no veo menoscabo de fondo, pero sí me gustaría quitarle el tufillo condescendiente que despide agregando que es quizá justamente eso —el echar mano de la tradición y sus clichés— lo que hace tan bueno su relato, pues es justo a través de esa tradición como logra expresar la experiencia de una vida que él no ha vivido “en realidad”. ¿O no es justo eso lo que pretende su libro: transmitirnos una experiencia a todos los que no la hemos vivido? Sólo la ficción logra eso, sólo la literatura, el arte...

     4.
Lo que hace de la ficción una actividad exclusivamente humana es esta presentación de lo inexistente, o de lo ausente, de lo que no tiene presencia. No sé si me explico: la ficción es la re-presentación de algo que no tuvo antes ninguna presentación. ¿Cómo puede re-presentarse lo que no se presentó nunca por vez primera? Se trata, claro, de un acto de la imaginación. Pero es importante subrayar que, para ser efectiva, la imaginación no muestra sus asuntos como re-presentaciones sino como presentaciones. Y nosotros debemos concederle de buen grado que lo haga. Es como si la ficción nos presentara la copia de un original que nunca existió, pero nosotros no sólo diéramos por buena la copia sino que la consideráramos el original. En el relato de Límenes esto se hace evidente desde el comienzo, con la descripción de unos soldados que se derriten en la playa: son el ejército de Agamenón, que espera un viento propicio para tender las velas hacia Troya... Límenes imagina, por supuesto, pues él no pudo haber estado en Áulide cuando eso ocurrió. Y, de hecho, no está ni siquiera cerca, en la Grecia continental, sino lejos, en Creta. Límenes explica: lo que él describe no es la escena primigenia de la partida a Troya sino esa escena según imagina Cacoyannis que la imaginó Sófocles basándose en Homero, que tampoco la vio directamente... Pero Límenes se queda en Cacoyannis y con esto parece que da por zanjada la cuestión, pues es improbable que el lector se ponga a averiguar si es verdad que la película se filmó en Creta. Yo, por ejemplo, no lo sé. Y no me importa mucho saberlo, pues la efectividad del relato de Límenes no depende de que retrate objetivamente un hecho real sino de que su relato sea creíble y de algún modo “nos atrape” entre sus redes. Porque la efectividad de un relato no se mide según la realidad sino según “el arte”. Es lo que dicen los literatos cuando afirman que, para leer una novela como se debe, antes tenemos que suspender nuestra incredulidad. Para gozar de veras de un cuento es preciso primero deshacerse de toda reticencia y —como dicen— abrirse. Sólo así podrá verse lo inexistente como presente —o, mejor dicho, como presentado.

     5.
Esto me lleva de vuelta a las primeras líneas de este escrito, donde hablaba de un cuadro que enmarca el vacío. Se adivinará que para mí este marco vacío no significa lo mismo que el famoso cuadro blanco de Malevich (sobre el que tantas tonterías se han dicho), aunque sólo sea porque, para mí, en el mundo de la significación no hay sólo un vacío sino dos: el vacío del espacio vacío y el vacío del espacio vacante. El primero es literalmente in-significante; el segundo, en cambio, es el punto mismo donde nace la significación… A primera vista, el primero es originario y absoluto (un vacío al que no le falta nada), mientras que el segundo es derivado y relativo (un vacío donde falta lo que antes hubo, o donde aún falta lo que habrá). Pero el vacío primigenio es una ilusión. No puede haber vacío en el origen. Dicho de otro modo: “En el principio era el Verbo”. Sólo después llegó el silencio… El marco antecede al muro blanco, que sólo aparece cuando se le quita el marco…


Al final de su periplo, Límenes descubre esto mismo. Ha andado en busca de su origen, subterráneamente, y al final ha encontrado que su historia ha echado raíces en el viento, en la transparencia que se posa en cada cosa… Entiende que su origen es un horizonte que se aleja más mientras más quiere acercarse a él y que no está nunca de veras donde creemos que está sino en el sitio que acaba de dejar; es decir, que sólo está ahí en donde falta… Quita entonces el marco que había clavado en la muralla blanca y dice: ¿La ven fluir? La muralla es un río que no acaba, un río en el que nos bañamos dos veces… Ahora pueden verlo sin que yo le agregue nada. Pero no ha vuelto a su transparencia original sino que tiene ahora una segunda transparencia. Si ahora pueden verlo es porque le he quitado lo que antes le añadí… Ya no es el mismo río. Ahora le falta eso… Y eso que ahora falta es justo lo que ha hecho verdadera la historia que les cuento… Una ficción… O, mejor dicho, una historia sin duda ficticia, pero de la cual ahora se ausenta la ficción… No una historia falsa o verdadera según los estándares normales: es una historia donde de algún modo está presente lo que falta: el origen que buscaba, el sentido que buscaba… Y eso es suficiente…